El cielo, como siempre, parecía lejano, indiferente. Pero para Iker, mi hijo de 14 años, ese cielo significaba algo inmenso: su primer vuelo solo.
Aquel día, un gafete colgando de su cuello era su pase a la autonomía.
Una señorita lo guiaba por el aeropuerto mientras yo, corría entre caos y bloqueos para recogerlo en CDMX.
La Ciudad de México no solo tenía tráfico —eso es cotidiano—. Estaba literalmente sitiada.
La Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (la CENTE) había tomado las avenidas más importantes.
Cerraron calles, se instalaron frente a Palacio Nacional, bloquearon accesos al Aeropuerto.
Nadie entraba, nadie salía. Muchos perdieron vuelos. Otros, paciencia. Y los más pequeños, perdieron clases… otra vez.
Iker viajaba a ver su primera final del fútbol mexicano: América contra Toluca.
Las Águilas contra los Diablos Rojos.
La metáfora estaba servida en bandeja: el águila, símbolo patrio, contra el demonio de las viejas historias políticas. (del Estado de México “el grupo Atlacomulco”.)
El estadio era un caos emocional.
Gritos, camisetas ondeando como banderas, niños ilusionados por ver a sus ídolos.
Mientras tanto, a unas cuadras, una ciudad entera estaba secuestrada por protestas que ya no solo son exigencias: son demostraciones de fuerza.
La CENTE había logrado lo impensable: cerrar Palacio Nacional, interrumpir la mañanera presidencial, y doblegar al aeropuerto más importante del país.
¿Y los niños? Más de 300 mil sin clases en los estados del sur.
Una generación atrapada entre consignas y lonas de protesta.
La educación, ese derecho constitucional, se convirtió en rehén.
El futuro, en moneda de cambio: ¿Águila o diablo?
No es solo el águila del escudo la que parece caer: es el país entero, que tiembla como si los viejos demonios hubieran regresado.
Como en los años noventa, cuando se decía que “los demonios andaban sueltos” tras los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu, hoy volvemos a contar muertos en plena campaña electoral.
Morena, el partido en el poder, también sangra.
Asesinan a sus candidatos, a sus asesores, a sus dirigentes.
Entre ellos, Ximena Guzmán y José Muñoz, ambos ligados a la jefatura de Gobierno capitalino La política huele a pólvora.
La democracia se mancha de sangre. Y el águila, que en otro tiempo devoraba serpientes, hoy parece víctima de ellas.
Iker, vivió una derrota deportiva, pero también una lección: es un privilegiado por tener escuela, por volar, por soñar. Mientras tanto, miles de niños, atrapados en un país sitiado, ven cómo las águilas caen y los demonios avanzan. ¿Será nuestra presidenta Claudia Sheinbaum el águila que devore a las serpientes, o veremos al diablo devorar el último símbolo que nos queda? El partido no ha terminado. El país aún juega su final.