Toma el arma, abuelita, y enséñame la justicia. Prometo llenarte de aplausos en redes, hacerte memes, convertirte en un símbolo, en una heroína. Haz justicia por tus propias manos, que el mundo ya es violento por naturaleza, y prometo justificar tu acto: que fue en defensa, que fue en coraje, que fue amor por los tuyos. Toma el arma, abuelita.
En medio de esa escena que nos sacude, que vimos por redes sociales, a “la abuela de Chalco” no puedo evitar acordarme de otra abuela, la tierna y serena de la canción de Cri-Cri: El ropero. En aquellos tiempos, que la abuela era sagrada, puente a un pasado que no vivimos, custodia de los objetos sin precio, pero con historia que iba sacando del ropero: la muñeca con la que jugó mamá, el vestido bordado a mano, los cuentos con los que dormían a los niños… y la espada del abuelo. No un arma, sino un símbolo de gloria, de respeto, de los días en que el ejército protegía a los ciudadanos y no construía aeropuertos ni se perdía entre la burocracia.
Hoy todo es distinto. Desde que el ejército salió a las calles, desde que el uniforme se mezcla con el concreto, algo se contaminó. Pero también nosotros, como sociedad, hemos fallado.
Nos hemos acostumbrado a la violencia, al grado de aplaudir el acto desesperado de una abuela de casi ochenta años que toma un arma y dispara, con la fría decisión de quien ya no espera justicia.
Vivimos tiempos oscuros, no sólo en las calles, sino también en los campus, como ocurrió en aquella preparatoria del Tec, donde la violencia no vino de fuera, sino de dentro. Donde una agresión fue ignorada, olvidada, enterrada bajo noticias más urgentes. Donde el gobierno, ya rebasado, no encuentra culpables en fosas clandestinas ni en ranchos de exterminio.
Tenemos que detenernos. Reflexionar. Reconciliarnos, como sociedad y con el Estado. Tenemos que volver al ropero, abrirlo con la llave de la memoria, buscar entre los libros viejos, los cuentos de antes, con moralejas, donde ganaba el bien, donde éramos más los buenos.
Cuando el miedo no dormía con nosotros. Porque aún estamos a tiempo de cambiar el rumbo, de transformar este cuento de terror en una historia de esperanza. Una donde la abuelita ya no tenga que empuñar un arma, sino extender la mano. Y con ella, hacer la paz. Donde la abuelita vuelva a buscar su llavero, no su arma. Quiero que abra la puerta crujiente de madera, que saque los cuentos, y me diga que aún se puede soñar con un país distinto.