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Un marrano tránsfuga y cuatro negrillos encuerados

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Por: Red Crucero

Publicado el 5 de agosto de 2024

Si miras hacia atrás con tiempo y atención, encontrarás el rastro que te explica lo que eres y que dice a dónde vas/Renato Leduc

Por OMAR ELÍ ROBLES

Que si tiene tochones…

No entendía, hasta aquella tarde veraniega la razón por la que mi má linda guardaba tortillas duras, que se ponían rojas o verdes… a veces moradas… con cierta vellocidad y olor a calcetín mojado.

«Negrito, dale los tochones al niño».

Eran los hijos de doña Chica, quien tenía chiquero al fondo de su patio… lodo húmedo, de charcos hediondos, en donde 10 ó 12 marranos alegres se batían y retozaban rodeados de gruñidos.

Y allá vengo con la bolsa de red para vaciar en el costal que ellos llevaban…

Se iban por toda la banqueta, de casa en casa y de bolsa en bolsa para llevar comida a los voraces cuinos.

Doña Chica vendía manteca, cueros, carne, chicharrón… colitas.

Cada semana un marrano iba al sacrificio… ritual sabatino de chillido y maldición… «¡Aplácate pinche puerco!»

Cigarro en la bemba, mordisqueado por un lado… mano en la cabeza del marrano y la puya que se encaja debajo de la pata delantera con rumbo al corazón.

Don Demetrio era el matancero… porque matar marrano no era para los dóciles que sacrificaban pollo… matar marrano era para las almas insensibles ante el chillido que era mitad queja y mitad plegaria… si es que los marranos alcanzaban a creer en algo.

Y en los hogares vecinos el despertador y el enojo… «¡Ya van a empezar estos marraneros!»

Aunque eso sí, si el chicharrón no estaba a la una había reclamos.

Cada sábado lo mismo, en casi todos lados…

Excepto en mi casa, porque el chillido del marrano era para nosotros la señal de levantarse… ir al fondo del patio al tecurucho de lámina negra en donde nos esperaba la tina humeante de agua clara para lavar el cuerpo de la negriza, que se preparaba para ir al servicio religioso.

El Negrón antes de irse a trabajar dejaba todo listo, y mi madre que bañaba primero a Mapy, la Pollito, se esmeraba en forjarle los caireles mientras nosotros lavábamos verija y cola… un poquito los sobacos ¡y listo!

Hasta que esa vez, recién caminábamos de vuelta a casa, envuelta la desnudez en precarias toallas, cuando se escuchó un grito de voz muy conocida… era el chamaco que iba por los tochones.

«¡Agarren al marrano… agárrenlo… va empuyado!»

Aquel marrano prieto… enorme como un oso corría desaforado desde el patio de Pioquinta… cruzó para el de Yaya… a unos 15 metros lo vi, lo vimos enfilar a nuestro patio, mientras el chamaco recolector de los tochones corría detrás suyo, con las patas desnudas y un mecate de tendedero en las manos.

«¡Agárrenlo que va empuyado!», volvió a gritar.

Cosa de varones, los cuatro negrillos que para entonces componían lo que en su tiempo serían cuatro varoncitos y cuatro niñas… llevaron instintivos la mano a las talegas.

Mi Má Linda se asomó por la ventana y vio el cuadro, y gritó… «¡No se muevan niños!»

El tío Juan Claudio salió presuroso, cinturón en mano… no supe si para amarrar o para cintarear a los marranos.

«¡Orita verán puercos del demonio!»

Me di cuenta que sí, venía empuyado… traía colgando todavía la puya de don Demetrio en la «y» de la pata y el pechito.

Checherengüe… el sabio Checherengüe, que a sus cinco años pasaditos era un sabio del comportamiento animal, gritó a todo pulmón desde su casa… «¡Cuidado que les come los huevitos!»

Cerré los ojos…

No quería ver si el puerco aquel me atacaba y abría el hocico hacia mis partes más preciadas.

Escuché el grito de mi hermano… «¡Ya se lo fregó!», pensé.

Temeroso abrí los ojos… estaba el puerco tirado a unos cinco metros de nosotros… el hocico lleno de sangre…

«¿Serán los huevitos de alguno de mis hermanos?»

Don Demetrio se acercó, con ese caminar de cadera loca, las piernas arqueadas y el cigarro por un lado de la bemba… echaba humo por nariz y boca.

«¡Diantre de marrano!… del cazo no te salvas hijo de la gran fruta”.

Al brincar uno de los troncos entre patio y patio, el marrano cayó sobre la filuda puya y la encajó de lleno en su cerdo corazón.

Ahí quedó, cerca de cuatro negritos temblorosos…

Mi Má Linda y el Tío Juan se acercaron a darnos apretones de mollera para curar del susto…

De vuelta al baño, todos meados.

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