Te juro Pichojitos que yo traía mis 25 centavos de las enchiladitas… verdagüena que los traía, se me hace que me bolsearon en la fila… cuando nos formamos pa tomar distancia… me cai diamadre que los traía.
Tenía una enchilada en mi mano en un instante de la vida suspendida… iba a morderla, pero Fallo Camarón de Agua Puerca se puso a contarme la historia más triste de hambre y olvido.
«No seas gacho Pichojitos… manque sea una regálame, ya ves que traes el toper lleno».
Mi corazón fue conmovido a misericordia, pero la tripa que es canija, se atravesaba…
-¿Y nunca te has aguantado el hambre?… ¿nunca, nunca?
«Llevo dos días de aguante, y estos 25 centavos que me bolsearon me los gané cargando bolsas en el mandado… no sabes cómo me estaba saboreando las enchiladas».
La hora del recreo tiene nomás 30 minutos, era parte de los misterios de la vida que jamás pude aclarar… y tampoco pude aclarar porqué Fallo Camarón de Agua Puerca nomás venía conmigo cada que se le atoraba la carreta.
Con la cara colorada, bañada en pecas y el flequillo medio claro en la frente…
Decían las malas lenguas que un gringo, de los que trabajaban en El Águila sacando petróleo, había preñado a abuela una vez que le enseñó un billete verde con la cara del Wachinton… ¡vaya puntería del bolillo!
Que si no le podía regalar un lápiz… que si un borrador pa que no lo regresaran a su casa…
Mi Má Linda, sabedora de las penurias económicas de aquellos lares, me enseñó a no tirar el lápiz gastado… «alguien lo puede ocupar»… o a llevar dos o tres enchiladas de más, o dos bolillos en vez de uno…
«Comparta mijito, pa que se gane el cielo».
Ahí fue cuando Camarón me ganó… «Te vas a ganar el cielo, Pichojitos».
Acepté a darle dos enchiladas… ¡no más!
Se sentó al lado mío y las comió con tal maestría de gourmet, que disfruté verlo con la pierna cruzada, el pantalón de brincacharcos, la espinilla desnuda de calcetines y el zapato de hule con hueco a la altura del dedo gordo.
«¡Muuuuy buenas Pichojitos… me felicitas a la jefa… tiene un sazón único».
Cerraba los ojos con un cachete hinchado por la presencia del bolo de enchilada…
Entonces una sombra nos cubrió… más bien dos sombras… enormes las sombras.
El director don Pistache y el maestro Florentino.
¡Rafael Flores!… dijo don Pistache con voz enérgica.
«¡Presente profesor!»
Acto seguido ambos se abrieron y dejaron pasar a una señora robusta… cachetoncita y chapeadita.
Ella extendió la mano y Camarón abrió la boca con la enchilada adentro… se acabó la pose del conocedor, del gourmet.
Cayó de rodillas…
«¡Perdóneme Santísima Mujer… perdóneme, el hambre me venció!
Resulta que la buena dama fue una de las clientas que en el mercado le dio a cargar su canasta a Fallo…
«Dos días ha, maestros, que este malhechor prendió carrera con mi canasta y no volví a saber de él… pero mire, lo que son las cosas… ¡aquí lo vine a encontrar!»
Camarón, de rodillas, imploraba compasión… «¡El hambre maldita… el hambre maldita!», repetía.
¿Qué llevaba la canasta?
La dama hizo recuento… 80 centavos de pata y pescuezo de pollo… «¡no viera el caldito que salió!»… un kilo de masa… «15 estrujadas sobre el rescoldo de la ceniza»… un kilo de manteca de puerco, ese se lo puedo regresar porque en mi familia no se come el puerco.
«¡Mírelo… óiganlo… qué desfachatez de ladrón!»
¡Total!…
¿Qué se iba a ser con Camarón?… ¿expulsarlo? ¡era peor!, el muchacho necesitaba rienda, dijo el maestro Florentino…
«Lo vamos a dejar encerrado tres días en la escuela, no va a salir y va a trabajar… va a barrer los salones todos esos tres días para que aprenda a no tomar lo que no es suyo».
Camarón pidió la palabra…
«Perdone maestro… perdone… lo de no agarrar cosas ajenas lo aprendí hace mucho, mi madre me lo enseñó y lo aprendí desde chamaco, lo que yo creo que tengo que aprender… ¡es cómo aguantarme el hambre!»
Se miraron los maestros… se miraron maestros y señora… callaron, se fueron… y Camarón pudo terminar la enchilada pendiente.
«Pichojitos… esto no lo aprendas, tú eres bueno».