La casa donde vivimos es especial. Muy especial. No tiene lujos, pero puedo asegurar que pocos tienen el privilegio de mirar a cualquier ventana de su casa y ver al menos la rama de un árbol. El verde nos rodea.
Pero no es solo eso. En esta casa fuimos tejiendo sueños, alegrías, esperanzas, cariños fraternos.
Hoy, por diversas circunstancias dignas de un escrito distinto, debemos cambiarnos, buscar un nuevo sitio para hacer nuestro nido.
Un nido que poco a poco, necesita espacio para alas que crecen y buscan cómo acomodarse y dar sentido a su futuro vuelo.
Una casa de 50 años tiene su encanto, pero también, por supuesto, sus fallas.
Como que si prendes la luz de una recámara, también se prende la luz que ilumina el pasillo del jardín…y no hay manera de arreglarlo.
O que una de las regaderas esté puesta para niños…y claro, al principio, mis hijos podían bañarse ahí. Hoy, no se usa más porque nadie cabe bajo esas gotas de agua.
En algunos días de lluvia ha llegado el agua por las paredes, colándose por alguna de las varias cuarteaduras que ya se asoman en sus muros.
Y así podríamos seguir con otras cuantas en la lista.
Pero no, nada de eso ha importado. Porque estas paredes nos han dado mucho más.
Los primeros días aquí, bajo la lluvia, mis hijos jugaron tardes interminables.
Su primer verano por supuesto tuvieron una alberquita de plástico que después reventaron mis cachorras queriendo meterse a jugar también.
La terraza ha sido testigo de innumerables pláticas taciturnas, de noches bohemias, de mañanas glotonas.
Aquí, por fin, me volví “buena» con las plantas.
Con paciencia y cariño, Paty, mi vecina, me enseñó lo poco que sé comparado con todo su portafolio de conocimientos de jardinería, manualidades, cocina, pero sobre todo, de la vida.
Muchas mañanas tempraneras, tomamos café juntas a las 6. Para ella ya tarde porque desde las 4 está despierta y haciendo muchas cosas.
Me ha contado historias de ella misma, de su familia, del pueblo, de la Ciudad de México, donde también vivió y ambas amamos…historias de vida. Historias que nunca me canso de escuchar.
Y así, comencé entonces a plantar, a trasplantar, a ver crecer…y también a ver morir algunas de mis plantitas.
En un par de ocasiones se estrellaron en la ventana pajaritos. Nos tocó enterrar a dos de ellos bajo las ramas del nogal.
El nogal. Qué maravilla poder recoger nueces. Qué maravilla poder ver, en un solo árbol, tan claramente los cambios de las estaciones del año.
Hoy está casi sin hojas, pero regalándonos sus frutos. Para la primavera, de la noche a la mañana, un día estará lleno de brotes, y así seguirá, observando el paso del tiempo, impávido, inamovible.
En esta casa mis hijos, aún pequeños, jugaron escondidas, carreritas, policías y ladrones, espadas, andaban con los triciclos por la terraza sin parar, sus risas y gritos retumbaban en las paredes de piedra de este, que hemos llamado hogar.
En los inviernos, la chimenea nos ha reunido, nos ha abrigado, nos ha abrazado.
Hemos quemado bombones y hemos dormido en el sofá cama de la sala bajo su efecto.
En las mañanas de primavera y verano se siente un ligero frío, muy agradable. Es un regalo que nos da la montaña antes de que el sol la cruce y entonces sus rayos nos lleguen de lleno.
Despertar y sentir ese aire fresco y escuchar las aves que ya revolotean alrededor con una taza de café en mano, en verdad es maravilloso.
Esta casa también nos refugió en una pandemia despiadada. Nos sentimos libres en el encierro. A través de la reja, leíamos y platicábamos con nuestra querida vecina Nora, quien también partió de aquí.
En la pandemia jugamos muchas tardes voley, hicimos raleys con los chicos, cantábamos, jugábamos de todo, organizamos un día del niño increíble, encontrábamos maneras de hacer tolerable y hasta agradable, lo intolerable.
A unos meses de saber que hemos de partir, me doy cuenta del gran apego que tengo por este lugar.
De lo hondo que ha llegado en ese sitio del corazón en el que guardamos aquello que ha sido entrañable en nuestras vidas y sin embargo, debemos soltarlo.
El adiós nunca es sencillo, pero a veces, por más que duela, por más que lo alarguemos, es necesario.