Esa mañana de julio me asomé temprano a la ventana para ver si los descamisados andaban ya en el patio…
No estaban.
El árbol de mango parecía llorar con los brazos vencidos del calor.
Nosotros no medíamos la temperatura en grados, sino en sobacos…
Un sobaco empapado decía con claridad que el estado del tiempo era de un calor intenso.
Pero el calor no era cosa que pudiera con nosotros… ni con nuestras madres.
Larguísima la estación del verano provocaba que las madres barrieran con nosotros y a escobazos nos mandaran a la calle.
«¡Ámonos… ámonos! A jugar afuera que no quiero un jijueputa huevón en la casa, le decía doña Meche la Puerquera a su hijo Chibirico.
Jugar era bueno…
La cosa se complicaba cuando las madres de aquel caserío se ponían de acuerdo para ponernos a jalar… ¿En el inclemente verano?
¡En el verano!
Me estremecí… se me erizó el breve espinazo de chamaco de cinco años cuando escuché ruidos en el rincón de los trebejos… mi madre andaba ahí moviendo no sé qué cosas.
Ya saldría con el azadón, para chapolear el patio… con la escoba para barrer el frente, o con la pala para levantar la caca de los pollos.
Pero se tardó más de lo normal… eso me puso preocupado.
Me asomé por la ventana a ver si algún indicio me daba luz sobre la tarea que aquel calcinante día me esperaba…
Y lo que vi me dejó helado.
Chechetengüe corría desaforado y detrás la tía Godeleva, junto con don Lino intentaban pescarlo.
¡Así estaría la chamba!
Los berridos del Chéchare, a los que se unieron los del Totuche… y seguidito los de Neto el Pique, me pusieron en alerta.
Yo no iba a correr… era cosa prohibida en casa, porque después tendría que enfrentar el castigo de Él Negrón, mi padre, y eso no era cosa que uno pudiera soportar.
Entonces apareció mi Ma Linda…
Hermosa, radiante, con aquella sonrisa que parecía iluminada con una luz venida del cielo.
Traía en sus manos un carrito de latón que alguna vez quise arrastrar con un hilo pero jamás se pudo por le faltaba una llanta.
Pero esta vez estaba completito, ¡listo para jugar!
¡Un momento!… si yo me voy a llevar un premio codiciado, ¿por qué habría de correr como los otros cobardes?
Entonces el grito de Yayi el Negro me devolvió a la terrorífica realidad…
¡Aaaaaaay mamacita!… ¡Ayyyyy mamacita! ¡Ora si me llegó hasta el huesito!
Las patas se me volvieron de hule… se me aflojó la miadera… el culamen.
¡Llegaron los vacunadores!
Tres vacunas por chamaco para que no falte ni una…
La de la viruela, brazo izquierdo… la tosferina, brazo derecho… y la Triple, en cualquier lugar de mi escuálida geografía en donde se supone debería tener nalga.
Tomé la mano de mi madre y puse la mirada en modo suplicante.
Mi Ma Linda solo acarició mi cabeza y me dirigió al cadalso para demostrar al mundo lo valiente que yo era… a cambio de un carrito de latón.